10 de novembre, 2015

Ella [y yo]

Volaban las horas en la amargura de sus mañanas. Saltaba de escalón en escalón en el caos, que ni dulce ni salado -amargo-, yo contemplaba, pasando de todo. Veinte minutos sentado mirándola como saltaba,
y ya serán cuarenta.

De golpe, la locura, la suya, que no me vió pero me buscaba. Con el odio enganchado en la comisura de sus labios. Sonriéndome desafiante.
Ambos andábamos hacia un regreso a lo anterior, sin verlo, otra vez. Se puso a correr, cansada, pero no paraba
nunca.

Y yo, era su amante, pero no su amigo, un acompañante de camino, el trayecto de su sonido. La transición de sus lágrimas en mis versos.
Y ella cantaba cuando no la escuchaba, pero la oía, y a veces se reía, subía de nuevo esa maldita escalera y des de arriba me decía:

"He caído en la precariedad de nuestros pasos. No me reclames el billete de partida, la puerta está abierta hace tiempo".

Estaba loca.

Le dolían los pies y se quejaba.

Y ella, cogió otro tren. Uno que no era el mío. Uno que la devolvía a sus utopías ambiguas, utopías que dibujaba en el techo del vagón con un pincel que me robó.

Y ella, mi musa, soñaba con los ojos abiertos al borde del precipicio, abrazaba mis miedos bajo la sombra de un cerezo, gritándole a la Luna que la vida le sabía a poco.
Y yo contando las estrellas de su pelo rojo, a su lado,
 pero lejos.

Y ella, a veces se escondía detrás de una ráfaga de viento que se llevaba fragmentos de este pordiosero hábito que tengo de lamentarme todo el tiempo.
Era feliz sin serlo.

Y yo, perdía el norte, el sur, el aliento y la ropa entre la melodía de sus dedos.
Ahora que se ha ido, quiero decirle que aún respiro el mismo aire tóxico que daba vida a sus cuentos  de hadas.

Y ella, daba muy poco para no gastarse. Programaba la obsolescencia de mis miradas y nuestros dedos entrelazando un todo, el hilo de su cordura, que no significó nada.
Porqué, según ella, quedarse para siempre es aceptar el nunca.

Dos semanas después de irse, me la encontré andando por nuestro bosque de los cerezos, preguntándole al Sol qué camino debía seguir en su eterna huida, como en sus bocetos.

Ahí lo entendí.

Escapaba de mí para no tener que encontrarse consigo misma.