Me senté en el número nueve dentro de ese bus ya antiguo y un poco hecho polvo. Nada nuevo a esas alturas, los buses que circulaban a diario por mi pueblo y alrededores no ofrecían un aspecto nuevo desde hacia tiempo. Me coloqué los auriculares en las orejas y me quedé observando las musaranyas unos instantes, como si esperase que la música se fuese a reproducir sola, hasta que me di cuenta de mis vacías cavilaciones y seleccioné una canción. El trayecto duraba entre cuarenta minutos y una hora (esto dependía más de la puntualidad del bus que del tráfico en si), así que me dispuse a ponerme cómoda.
Dentro de mi cabeza aparecían en forma de imágenes las expectativas que guardaba para ese encuentro. Era algo casi habitual, cada viernes nos encontrábamos en alguna parte y hacíamos algo totalmente aleatorio. Cuando bajaba del bus le preguntaba "¿hoy qué toca?" y él me llevaba a cualquier rincón de este revoltoso mundo.
Me empecé a sentir ligeramente nerviosa. Juraría que la sensación era la misma que la de alguien con hormigas en las entrañas. Hormigas correteando por el estómago, mordisqueando el páncreas, saltando encima de mis pulmones. Tenía hormigas que subían por la tráquea hasta el esófago y me rascaban la garganta. Repentinamente, tenia la boca más seca que nunca. El ligeramente daba paso a un pesadamente, estaba pesadamente nerviosa. Es decir, muy nerviosa. Me incorporé en el asiento y me toqué el cabello esperando recuperar cierta compostura. Esto también era habitual. Cada viernes, a medida que me acercaba a donde él me esperaba, perdía el norte en ese bus (siempre lo cogía a la misma hora), y mis pensamientos bochornosos se evaporaban y huían por el tubo de escape del vehículo.
Y sin querer pero queriendo llegué a mi destino hecha un ovillo y más impaciente que nunca, de nuevo. Me bajé de ese bus viejo pero entrañable y le pregunté: "¿hoy qué toca?".
Y dejé que me guiara por este revoltoso mundo.