26 de gener, 2016

Artículo de odio.

Odio la falta de personalidad en los ojos de la gente que me rodea. Ojos sin brillo queriendo mirar a través del filtro falso de sus miseras vidas.

Odio a la niña que se cree una muñeca misteriosa y delicada, y que no hace más que querer destacar, el imán de atención social. Odio al tío imbécil con complejo de estrella del rock que mastica chicle con la boca abierta y habla como si fuese el dueño de todo lo que pisa. Odio a su novia, la pseudoemo barra snob que expulsa el humo de su cigarro con la prepotencia de quien romantiza el hecho de matarse lentamente. Odio al putón alternativo que argumenta su actitud rastrera con un liberalismo artificial, con esas ganas de impresionar que gritan "fóllame para subir mi pobre autoestima". Odio a la chica que alardea de sus conocimientos, que se muere por mostrar un intelecto que no tiene porqué en el fondo es una adolescente más que centraliza sus problemas y se cree el ombligo del mundo. Odio a su mejor amiga, la boba que copia cada movimiento de la anterior con tal de sentirse alguien especial, porqué no la han educado para valerse por sí misma. Una creyéndose tanto y la otra queriendo lo mismo, ambas carentes de una propia forma de ser, ambas tan  ignorantes e hipócritas. Odio al niño que debe mostrar con cada una de sus acciones que es muy friki y muy fan de los cómics y los videojuegos, pero ni siquiera sabe estructurar una historia sin perder el hilo argumentativo, queriendo ser el héroe de este putrefacto mundo con su capa de falsa madurez. Odio al tipo creído que se come el mundo con su polla, se emborracha cada sábado para alcanzar esa vida tan deseada de guaperas torturado por la sociedad. Odio a Doña Perfecta que explica su lección como si tuviese el magnífico don de enseñar, y lo único que aprendo es a contener las putas ganas de escupirle en la cara.

Odio esas almas vacías consumidas por la prepotencia, la inmadurez, el ego, la falsedad, la jodida apariencia que al fin y al cabo nos importa una mierda. Voces que repiten palabras que han oído por ahí, las ordenan a su antojo y las escupen sin escrúpulos. Voces sin ningún objetivo, sin ningún valor semántico, voces hablantes de verborrea incoherente, indistinguibles las unas de las otras. Voces que se repugnan de manera recíproca, y a su misma vez, voces que se sonríen con esa simpatía del diablo que tanto asco da.

Cuando digo que lo odio, no quiero decir que yo sea algo más que eso. Cuando digo que lo odio, quiero decir que me roban mi persona con sus miradas incoloras, pretenciosas, y ahogan mi sonido con sus constantes quejas. Quiero decir que anulan mis esfuerzos para existir en este mundo gris cubierto por la misma masa que son ellos, la misma monotonía ruidosa que chirría en mis oídos como mil demonios insaciables.
Quiero decir que yo, con mi prepotencia, con mi inmadurez, con mi ego, con esa falsedad que me permite camuflar los colores en este mundo gris, que me deja mantener esta jodida apariencia de alguien a quien no le importa nada lo que digan, soy consciente de la soledad de mi mente, de mis voces, de mis gritos. Soy consciente del desquicio de mi intelecto en el eco interminable de un mundo lleno de figuras vacías. Soy consciente de que escribo para un nadie que me lee sin querer, queriendo leerse a sí mismo. Que veo más allá de unos horizontes marcados por pautas indiferentes, ando con otro ritmo, escribo con otro lápiz, hablo y oigo en otro tono distinto al de todos ellos.

No me enorgullece odiar el mundo que me ha tocado, es más, odio odiarlo, pero al menos sé que mi sombra camina con un tempo incomprensible para los que no ven más allá de su coreografía. Al menos sé que bailo un baile que aprecian como tal aquellos cuyos pasos no encajan en esta masa que nos cubre y nos pudre y no nos deja
dejar
de
odiar.

No me encuentro bien.

Mamá, no me encuentro bien.
Por las noches, el mundo me oprime el pecho y casi parece que todas mis emociones se derramen por el suelo y se derritan a mis pies y no pueda contener nada. Mi cama se alimenta de mi cuerpo y este se ciñe a ella como quien, sin aire, se aferra a una bombona de oxígeno.
¿Quién martillea mis costillas, y sierra mis brazos y piernas,y anestesia mis pensamientos? ¿Quién me comprime hasta prohibir mi presencia?
Y así, inmóvil, quiero cerrar la ventana que enfría todo mi interior, pero estoy hermética aquí dentro, en mi cubículo imaginario donde no entra ni sale nada. Mi burbuja contiene mis trozos, mis restos, mi alma rota y entera.
Cuando salgo, el aire de la calle me cala hasta los huesos, sea invierno o verano. Las personas de este mundo me miran pero no me ven y me pregunto si yo los veo a ellos o es solo el odio materializado en figuras de un mismo color, una monotonía podrida, amenazante.
Mis ojos ofrecen puños de hostilidad a todo aquel que interrumpa mis absurdas cavilaciones. Me digo a mí misma que es solo el miedo quien actúa en mi lugar, que algún día ese espectro se aburrirá de este cuerpo frío y correrá a envenenar a otro. Pero cada letra que escribo me empuja más al precipicio y el impulso de saltar(me la vida) se desliza por mi piel en un tic nervioso que no me deja parar quieta.
Me miro a través del espejo, interrogante de mi cuerpo, Esta funda que se me ha otorgado sin permiso (qué remedio), que percibe y suprime sentimientos, pensamientos.
Interrogante, ¿es este cuerpo el que me representa?
Lo pregunto por si acaso, lo pregunto porqué pregunto demasiado y me pregunto si es normal que a veces me encuentre flotando por encima de este mar de masas grises al que no pertenezco y alguna vez fui. Me respondo que es el mundo quien no me representa.
Que vivo en una casa enorme que no es la mía y desconozco a cada uno de sus habitantes. Que ando invisible por sus pasillos, mimetizandome en las paredes cual mural que no quiere ser visto.
Me respondo que no soy de ninguna parte porqué en ninguna parte se habla el idioma en el que pienso, en ninguna parte puedo oír el silencio que caracteriza a una mente llena de rincones y recovecos. Estoy rodeada de bocas que empujan falsos sentimientos en una montaña de deshechos (anti)sociales.
A todo eso, y muy cansada, cada noche la cama mastica mi presencia y escupe la maraña sobrante de mis razonamientos. Me tumbo junto los martillos y las sierras y me duermo, sin más. Soy humana.
Las horas me arrancan de mi subconsciente, otra vez, y me despierto. ¿Qué hago?
Mamá, no me encuentro bien.

03 de gener, 2016

Otra vez.

Te he visto por primera vez; otra vez. Y casi no me creo que el tiempo haya pasado entre nuestro fin y la resurrección de nuestros actos. La reencarnación de nuestras especulaciones utópicas sobre las palmas de las manos, en forma de sudor provocada por la materia de tu presencia.
Delante de mí.
Y casi no me puedo creer que tus pupilas me toquen como lo hacían antes de sentenciar nuestra pena de muerte continua, una negación eterna, recíproca, ambigua. Dictaste con la primera palabra que me dijiste el fin de esta historia inacabada, siempre rascando las mismas heridas, siempre dejando el mismo rastro.
Tu en mí y yo en tí.
Y tu, sin tí, viniste a mí.
Y yo, otra vez, caí. Arrastrándote. Otra vez, me has visto por primera vez; otra vez. Y casi no me creo que mis pasos no me lleven al indecente abismo de un mar sin superficie del que alguna vez salí. Un pacto sin diablo. Mi sed de caos que me delata, el amor por el desorden, este anhelo de destrucción. Esta incredulidad que me caracteriza, me castiga, me encierra en los ojos de aquellos que han alimentado las ganas de vivir que se me escapan de las manos.
En mi cielo aún impregna la tormenta, inexistente, el eco de otras manos y otros ojos, y el reflejo de esos en los míos, todavía. Y por eso, todavía, mi locura riéndose de la tuya y viceversa.
Me reservo temblorosa las confusas confesiones para ese alguien que nunca las oirá. El relato de una repetida ucronía que se esconde detrás de otras caras. Siempre igual.
No describas sobre mi los rayos del Sol, porqué nada apacigua la tempestad de mis mañanas, en los suburbios de mi habitación no hay imperativo que silencie los gritos, no hay luz que borre las sombras de esta recelosa percepción de una absurda realidad.
Manos, bocas, ojos, que me repiten que no me crea nada.
Y por eso, casi no me creo que te haya visto por primera vez; otra vez. Que me hayas visto otra vez, por primera vez. Y si tengo que aceptar algo en esta ciega fe por nada, que sea el pensamiento de una sola ilusión proyectada en el fondo de mis recuerdos y tus miradas.
Encima.
De.
Mí.