Odio la falta de personalidad en los ojos de la gente que me rodea. Ojos sin brillo queriendo mirar a través del filtro falso de sus miseras vidas.
Odio a la niña que se cree una muñeca misteriosa y delicada, y que no hace más que querer destacar, el imán de atención social. Odio al tío imbécil con complejo de estrella del rock que mastica chicle con la boca abierta y habla como si fuese el dueño de todo lo que pisa. Odio a su novia, la pseudoemo barra snob que expulsa el humo de su cigarro con la prepotencia de quien romantiza el hecho de matarse lentamente. Odio al putón alternativo que argumenta su actitud rastrera con un liberalismo artificial, con esas ganas de impresionar que gritan "fóllame para subir mi pobre autoestima". Odio a la chica que alardea de sus conocimientos, que se muere por mostrar un intelecto que no tiene porqué en el fondo es una adolescente más que centraliza sus problemas y se cree el ombligo del mundo. Odio a su mejor amiga, la boba que copia cada movimiento de la anterior con tal de sentirse alguien especial, porqué no la han educado para valerse por sí misma. Una creyéndose tanto y la otra queriendo lo mismo, ambas carentes de una propia forma de ser, ambas tan ignorantes e hipócritas. Odio al niño que debe mostrar con cada una de sus acciones que es muy friki y muy fan de los cómics y los videojuegos, pero ni siquiera sabe estructurar una historia sin perder el hilo argumentativo, queriendo ser el héroe de este putrefacto mundo con su capa de falsa madurez. Odio al tipo creído que se come el mundo con su polla, se emborracha cada sábado para alcanzar esa vida tan deseada de guaperas torturado por la sociedad. Odio a Doña Perfecta que explica su lección como si tuviese el magnífico don de enseñar, y lo único que aprendo es a contener las putas ganas de escupirle en la cara.
Odio esas almas vacías consumidas por la prepotencia, la inmadurez, el ego, la falsedad, la jodida apariencia que al fin y al cabo nos importa una mierda. Voces que repiten palabras que han oído por ahí, las ordenan a su antojo y las escupen sin escrúpulos. Voces sin ningún objetivo, sin ningún valor semántico, voces hablantes de verborrea incoherente, indistinguibles las unas de las otras. Voces que se repugnan de manera recíproca, y a su misma vez, voces que se sonríen con esa simpatía del diablo que tanto asco da.
Cuando digo que lo odio, no quiero decir que yo sea algo más que eso. Cuando digo que lo odio, quiero decir que me roban mi persona con sus miradas incoloras, pretenciosas, y ahogan mi sonido con sus constantes quejas. Quiero decir que anulan mis esfuerzos para existir en este mundo gris cubierto por la misma masa que son ellos, la misma monotonía ruidosa que chirría en mis oídos como mil demonios insaciables.
Quiero decir que yo, con mi prepotencia, con mi inmadurez, con mi ego, con esa falsedad que me permite camuflar los colores en este mundo gris, que me deja mantener esta jodida apariencia de alguien a quien no le importa nada lo que digan, soy consciente de la soledad de mi mente, de mis voces, de mis gritos. Soy consciente del desquicio de mi intelecto en el eco interminable de un mundo lleno de figuras vacías. Soy consciente de que escribo para un nadie que me lee sin querer, queriendo leerse a sí mismo. Que veo más allá de unos horizontes marcados por pautas indiferentes, ando con otro ritmo, escribo con otro lápiz, hablo y oigo en otro tono distinto al de todos ellos.
No me enorgullece odiar el mundo que me ha tocado, es más, odio odiarlo, pero al menos sé que mi sombra camina con un tempo incomprensible para los que no ven más allá de su coreografía. Al menos sé que bailo un baile que aprecian como tal aquellos cuyos pasos no encajan en esta masa que nos cubre y nos pudre y no nos deja
dejar
de
odiar.